miércoles, 1 de diciembre de 2010

Isabel Coixet, tras la pantalla.

Bon Iver-Skinny Love

Hay algo que ocurre a veces en una sala de cine o en el acto de leer, que trasciende a lo que pasa realmente, a lo que el realizador o autor quiere contar o incluso a lo que el espectador o lector entiende. Son estos momentos en los que desde la butaca sentimos que el mundo exterior se abre camino por una especie de portal en nuestra nuca y hace que ambos, la pantalla, el libro y lo que está fuera de ella en la vida “real”, entren en una fusión espontánea que nos incorpora. Uno puede encontrarse de repente con la cara llena de lágrimas o con la sensación casi física de que esa función de sombras o página escrita es mas reales que el envase vacío de palomitas, los movimientos del espectador de al lado que no encuentra la postura cómoda o los gemidos de los vecinos de arriba que han decidido fundar una familia.
Creo que tan sólo por esos momentos de gracia - que son cada vez mas raros y que atesoramos en la memoria como de niños atesorábamos mercromina en las rodillas - continuamos yendo al cine, al teatro, a los conciertos o seguimos comprando libros, para conjurar Iraq y Gaza, Chechenia y Dafur y todo el dolor de proporciones modestas o épicas con el que los humanos seguimos castigándonos, para sentir que el mundo es un buen lugar donde vivir, que algo tiene sentido, que todavía podemos engañarnos con la esperanza.

Me gustan los no abrazos, cuando desde la butaca de un cine deseas tanto que los personajes se pierdan uno en los brazos del otro, que te duelen los hombros y hasta la mandíbula, pero ellos, que saben de fuera las cosas que no se hacen, se mantienen a distancia aunque algo en el aire apunte que la distancia que les separa está ardiendo.

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